Andaba solo y liviano, con la soga en el pantalón, más moño que cinto al alma, más tierra que posesión. No hablaba con muchas frases, pero el mate era su voz, y el fuego de su silueta todavía me da calor. Lo llamaban “el Loco Enrique”, como quien no quiere ver, que hay fuegos que no hacen ruido pero saben encender. Y en su casa de silencios, de laurel, de amanecer, vivía el mundo a su modo y era digno sin tener. ¡Ay Enrique, fueguito quieto, luz chiquita que alumbró! No tuviste foto en marco, pero sos lo que quedó. Hoy tu nombre va en la yerba, como un canto al corazón: el distinto, el que no encaja… pero deja lo mejor. Tenía olor a yuyito seco, a domingo en el fogón, a abuela con pan casero, a sillón del galpón. Y aunque el mundo no lo entienda, y lo quiera borrar hoy, su andar humilde y sin marca vive en cada infusión.